23-05-2017
Era la noche del 12 de diciembre de 1779 en una pequeña ciudad de zona rural al sudeste de París. Joigny, un poblado de viñateros en el corazón de Borgoña. Era habitado por gente simple, trabajadora y profundamente religiosa.
En la casa de Jacques Barat, el tonelero, nació una niña. Su alumbramiento prematuro se debió a la agitación y susto que provocó en la señora Magdalena el incendio en la casa del vecino. La recién nacida era pequeña y frágil, por lo que decidieron bautizarla sin demora. Luis, hermano once años mayor, fue el padrino de la pequeña Magdalena Sofía Barat.
Joigny era una aldea de casas pequeñas de piedra y madera habitadas por artesanos y gente sencilla. En ese pueblo y esa tradición, creció Magdalena Sofía, rodeada de la simpleza y grandeza que regala la vida asociada a la actividad agrícola: con siembra y cosecha, con el paso de las estaciones y con el cercano contacto con los animales.
En este ambiente, viendo que la vida se regala gratuitamente en la naturaleza, ella comenzó a experimentar el amor de Dios. A diferencia de lo que veía a su alrededor, empezó a darse cuenta de que para ella era mucho más fácil amar a Dios que temerle. El Dios del que hablaba su hermano Luis, quien se preparaba para ser sacerdote, le dejaba la impresión de ser más castigador que misericordioso. El que ella experimentaba, en cambio, era un Dios que ama, y lo hace intensamente, sin mérito y sin medida. Así comenzó a gestarse en Magdalena Sofía, desde muy temprana edad, la idea de dedicar su vida a la oración contemplativa a través de la vida religiosa.
En 1789, cuando ella contaba con 9 años, estalló la Revolución Francesa. La persecución de la que fueron objeto los miembros del clero, hizo que la profesión de la religión Católica se tornase en una opción peligrosa.
A diferencia de las mujeres de su época, desde pequeña recibió una rigurosa educación intelectual y moral. Su hermano Luis fue su tutor en griego, latín, español, italiano. También teología, historia y ciencias físicas y naturales. En 1795, cuando Magdalena Sofía tenía 15 años, se trasladaron juntos a París, para profundizar sus estudios, los que complementó con el trabajo de catequista de niños. Fue una etapa dura para ella en la que “... conoció sus límites y los aceptó. Se vació de sí misma y puso su apoyo en Dios. Porque deseaba ser del Señor, no hacía más que soñar con el Carmelo”.
En medio de una Francia post revolución que necesitaba urgentemente ser reconstruida, Magdalena Sofía fue contactada por un sacerdote amigo de Luis, el Padre José Varin. Él pertenecía a una agrupación de sacerdotes llamada Sociedad del Sagrado Corazón cuyos esfuerzos se dirigían a restaurar la Orden de los jesuitas en Francia; llevaban una vida austera, más parecida a los monjes trapenses que a los jesuitas. A su alero, Magdalena Sofía fue ganando confianza en sí misma para aceptar el llamado de Dios. Siguió forjándose en ella la experiencia de un amor grande, que no tiene condiciones, no está afecto a méritos ni a buenas obras o perfección.
Magdalena Sofía utilizó la educación como medio para dar a conocer el amor de Dios a la humanidad. Pensaba que la mujer debía tomar parte activa en la construcción del reino de Dios por medio de la restauración de la religión y la familia como núcleos de la sociedad.
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Comprobó la gratuidad del amor de Dios, para todos, sin exclusión.
El padre Varin le expuso a Magdalena Sofía el proyecto de fundar una congregación inspirada por la devoción al Sagrado Corazón de Jesús; ella acepta, sin buscar ser fundadora. “Hubiera retrocedido ante esa perspectiva. Se le ofrece, sencillamente, ser una candidata a la vida religiosa”.
Llegó el día. Estaban en la capilla del ático, antes de amanecer. El Padre Varin celebró la Misa y en el momento de comulgar cada una de las compañeras pronunció en alta voz su compromiso, tal como el Espíritu Santo se lo había señalado. Así la Sociedad del Sagrado Corazón tuvo comienzo el 21 de noviembre de 1800.
Sofía, entonces de casi 21 años, hizo sus primeros votos junto a Octavia de Bailly, Marie Francoise Loquet y María Millard. Durante un año la nueva comunidad siguió viviendo en la calle de Touraine en París. Adoptando un modo de vida religiosa que combinaba la contemplación y el apostolado, consagraron sus vidas a la Gloria del Corazón de Jesucristo, “caracterizándose por el amor generoso a Dios y a los hombres, de modo que se forme un sólo corazón y una sola alma”.
Los postulados de la nueva Sociedad del Sagrado Corazón se centraban en el deseo de anunciar el amor de Jesucristo, de una generosidad a toda prueba. Buscaban mantenerse disponibles para que el Espíritu actuara en ellas a través de la oración y el desarrollo de la vida interior. “Descubrir y manifestar el Corazón de Cristo” sigue siendo hoy día la misión de la Sociedad del Sagrado Corazón.
La madre Barat imaginaba una gran custodia con una multitud de adoradores que le rendían culto al Sagrado Corazón en el mundo entero, de toda raza y condición. Aspiraba a “... formar adoradores en espíritu y en verdad, por el culto de la fe viva, la fuerza de la esperanza y la generosidad del amor”. Pero finalmente descubrió que su llamado no era la propagación de una devoción, sino que “vivir según una mística fundada en la inmensidad del amor de Jesucristo que debía darse a conocer al mundo entero”.
Si bien en un comienzo ella buscó una relación con Dios contemplativa y de silencio, Magdalena Sofía fue fiel a dejarse conducir por el Espíritu. Ella vio en la realidad que la rodeaba la necesidad de salir al mundo y ofrecer una educación a las niñas huérfanas de familias burguesas.
En una síntesis de contemplación y acción, mística y apostolado, Magdalena Sofía utilizó la educación como medio para dar a conocer el amor de Dios a la humanidad. Pensaba que la mujer debía tomar parte activa en la construcción del reino de Dios por medio de la restauración de la religión y la familia como núcleos de la sociedad. Inspirada por esta misión, Magdalena Sofía abrió el primer colegio en Amiens en 1801 y más tarde una escuela y hogar para acoger a niñas de escasos recursos.
A los 22 años, en 1802, siendo la más joven de su comunidad, fue nombrada superiora de la congregación. Las primeras Constituciones7 de la Sociedad del Sagrado Corazón fueron redactadas por Magdalena Sofía y el Padre José Varin, en 1815. Fueron aprobadas definitivamente a nombre de la Iglesia por el Papa León XII, en 1826.
Siempre estuvo atenta ante las corrientes sociales, políticas, económicas y religiosas que operaban en Europa y en el mundo. Su conciencia del impacto de la educación, aseguró la contribución de la Sociedad tanto a la educación como a la promoción de la mujer en su tiempo y en el futuro.
Fue Superiora General de la Congregación durante más de seis décadas hasta su muerte, a los 85 años, en la fiesta de la Ascensión, el 25 de mayo de 1865, en París. Durante todo ese tiempo, hizo vida el sueño de formar una comunidad cuyo espíritu fuera la unión y la conformidad con el Corazón de Cristo.
Al momento de su muerte, la Sociedad contaba con más de 3.700 miembros agrupados en 89 comunidades extendidas por muchos países de Europa, América del Norte, América del Sur y África. Magdalena Sofía fue canonizada en 1925 por Pío XI.
“Si volviera a nacer volvería a ser fiel al espíritu”.
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